Las manchas del sapo

Una persona muy inteligente dijo alguna vez: “Nadie es una isla en sí mismo”. Con esta frase se hace alusión a la amistad, a la necesidad de comunicarse con el otro, esa persona que tengamos cerca de nosotros (la conozcamos o no). Desde el principio de los tiempos los seres humanos han funcionado como seres gregarios, como parte de un grupo. La manera de organizarnos ha tenido que ver con nuestros intereses o aficiones.

Pero, ¿qué pasa cuando tenemos asperezas con los otros? Cuando no congeniamos del todo con otra persona nos sentimos incómodos, fuera de lugar… Más o menos esa es la historia de un sapo y un águila. La historia que les cuento tiene muchos años, ha sido contada de generación en generación en Uruguay. Las leyendas contadas en estas tierras son muy hermosas, llenas de magia y folclor. Las leyendas son pequeñas historias que inventan los cuenteros para entretener a su público. No obstante, las leyendas encierran siempre una enseñanza o moraleja.

La leyenda que se cuenta en las tierras uruguayas habla de la enemistad legendaria entre un sapo y un águila. Estos dos animales se detestaban. Era un tiempo lejano donde todos los animales se llevaban bien y conversaban de su cotidianidad.

No obstante, la amistad entre el sapo y el águila no era posible. ¿Por qué? Pues porque el águila envidiaba secretamente al sapo, y cuando se tiene ese sentimiento tal malo es imposible que florezca una amistad sincera. La amistad se basa, precisamente, en el amor y la sinceridad. Cuando tengas que pedir un consejo, siempre busca a tus amigos. Aunque sus palabras sean duras, siempre serán por tu bien. Pero la relación que tenían el sapo y el águila era todo lo contrario. Se basaba en la incomunicación, precisamente porque el águila era misteriosa, sus acciones siempre tenían doble intención. Por suerte, el sapo no era tonto y cuidaba de su compañera.

Un buen día la envidiosa águila decidió hacer sentir mal al pobre sapo. ¿Qué hizo? Pues intentar minimizarlo porque él no volaba. Ya se sabe que las águilas son las reinas del cielo: viven orgullosas de sus alas enormes, sus garras mortíferas y su vista privilegiada. Pocas veces un animal que haya sido codiciado por un águila no termina siendo su alimento. El sapo, que era muy inteligente, sabía todo esto y se cuidaba de todas las propuestas del águila, sobre todo cuando esta era especialmente amable.

las-manchas-del-sapoUn buen día el águila invitó al sapo a una fiesta nada menos que en las nubes. Obviamente el sapo le hizo ver que él no volaba y no podría llegar hasta esas alturas. Ante el rápido ofrecimiento del águila para elevarlo hasta la reunión, el sapo dudó. Una caída a esas alturas era muy peligrosa para su cuerpo pequeño y resbaladizo.

No obstante, el sapo del cuento era muy fiestero y bailador. Le encantaban las fiestas y decidió que quería ir a la famosa fiesta. Su ardid era muy sencillo: escabullirse en la guitarra del águila, quien se adelantó a la reunión pensando que el sapo se había quedado atrás, triste y solo. Por el contrario, no sabía que lo llevaba en sus garras, dentro de su instrumento.

El sapo salió muy despacito del instrumento del águila y se insertó en un grupo de amigos. Él era un gran animador: sabía bailar, cantar y conversar animadamente. Pronto se volvió el centro de la fiesta, para la envidia eterna de la amargada ave. Su eterna rival se preguntó cómo había llegado hasta allí en tan poco tiempo.

Cuando el águila no podía más de envidia decidió tomar venganza por tanta algarabía creada por el sapo. Con toda la hipocresía que logró acopiar invitó el sapo a regresar con él. El sapo, que ya tenía planificado bajar a la tierra en la guitarra declinó la invitación y corrió a esconderse en el instrumento. Con tan mala suerte, el astuto amigo la vio pero no dijo nada. Cuando levantó vuelo lo hizo a gran velocidad y con un movimiento de patas digno de su especie cazadora, viró la guitarra y el pobre sapo salió disparado hacia la tierra. Por suerte, era un sapo muy fuerte y sobrevivió a la caída. Las marcas que le provocó la caída le quedaron para el resto de su vida, como un recordatorio de que los enemigos siempre son traicioneros.