La cajita de yesca

Un soldado regresaba a casa de la guerra, silbando una alegre canción, cuando vio a una vieja sentada bajo un gran roble.

—Escucha, muchacho —dijo ella—. Puedo hacerte más rico de lo que jamás soñaste.

El soldado dejó de silbar al acercarse a la vieja. Era tan fea, que estaba seguro de que debía tratarse de una bruja.

—¿Ah sí? Pues dime cómo puedo hacerme rico.

La cajita de Yesca
La cajita de Yesca

La vieja bruja tocó el roble y contestó:

—Este roble está hueco. Yo soy ya demasiado vieja y mis miembros están demasiado entumecidos para bajar por él. Pero puedo atarte una cuerda a la cintura y bajarte hasta el cuarto secreto. Allí descubrirás tres puertas. Detrás de la primera puerta hay un baúl de marinero lleno de monedas de cobre. Está guardado por un enorme perro sentado sobre la tapa. Pero no temas. Para abrir el baúl, no tienes más que extender mi delantal sobre el suelo y colocar encima al perro.

—Pero el cobre no me hará rico. ¿Qué hay detrás de la segunda puerta? —preguntó el soldado.

—Detrás de la segunda puerta hay un baúl lleno de monedas de plata. Está guardado por un perro todavía más grande sentado sobre la tapa. Pero no temas. Pon al perro sobre mi delantal y podrás llevarte la plata.

—¿Y la tercera puerta?

—Detrás de la tercera puerta hay un baúl lleno de monedas de oro, guardado por un tercer perro.

—Ese es el que quiero —dijo el soldado, atándose la cuerda alrededor de la cintura y saltando a la rama inferior del árbol—. Supongo que tú querrás compartir el tesoro conmigo, ¿no, vieja?

—No, muchacho, puedes quedarte con todo —respondió la bruja—. Lo único que quiero es mi cajita de yesca. Me la dejé olvidada la última vez que bajé allí. Ten, no olvides mi delantal, o te morderán los perros. ¡Y no olvides volver a colocar a cada perro sobre el baúl correspondiente!

La cajita de yesca
La cajita de yesca

El soldado descendió a través de la oscuridad del árbol hueco hasta que de pronto sus pies tocaron tierra. Por un momento se quedó deslumhrado por la luz de cien lámparas, pero entonces vio que se hallaba en una inmensa sala con tres puertas.

Despacio, abrió la primera puerta. Y, tal como le dijera la bruja, vio un baúl de marinero.

—¡Vaya! —exclamó el soldado— Me dijo que habría un perro guardando cada uno de los baúles, pero no me dijo que el primero tenía unos ojos grandes como platillos.

 

Levantó al perro con cuidado y lo colocó sobre el delantal de la bruja, y el animal le lamió la cara y le miró con sus enormes ojos. El soldado comprobó que el baúl estaba repleto de monedas de cobre, y luego volvió a colocar al perro sobre la tapa del baúl. Estaba impaciente por llegar a la segunda puerta.

Detrás de ésta había otro baúl, y un perro con unos ojos del tamaño de platos soperos. —La bruja no me dijo nada acerca de tus ojos —exclamó el soldado, mientras levantaba al perro y lo depositaba sobre el delantal—. ¡Qué extraña visión del mundo debes de tener! Comprobó que el baúl estaba repleto de monedas de plata, depositó al perro nuevamente sobre la tapa, y se apresuró hacia la tercera puerta.

La cajita de yesca
La cajita de yesca

Detrás de ella había otro baúl, y aunque el soldado ya había visto a dos perros muy extraños, soltó una exclamación de asombro al ver al tercero: —¡Caramba! ¡La bruja pudo haberme avisado de que el tercer perro tenía unos ojos grandes como ruedas de carreta!

El enorme animal asustó al soldado, pero armándose de valor lo levantó del baúl y tras no pocos esfuerzos lo colocó sobre el delantal. Alzó la tapa del baúl y halló en su interior el oro que andaba buscando.

Se llenó los bolsillos con monedas de oro hasta el punto de que apenas podía moverse. Tras muchos esfuerzos, volvió a colocar al enorme perro sobre el baúl. Tenía los pantalones y la chaqueta llenos de oro. Cuando por fin halló la cajita de yesca de la bruja, tuvo que metérsela debajo del sombrero.

 

La vieja tardó mucho en subirlo por el árbol hueco. En cuanto sus pies tocaron tierra nuevamente, ella le pidió que le entregara la cajita de yesca.

—¿Cómo es que vale más para ti que un baúl lleno de oro? —preguntó el soldado—. Dime el secreto de la cajita o me la quedaré yo.

—¡No lo harás! ¡No lo harás! —gritó la bruja, y se puso tan colorada de ira que estalló en mil pedazos y el viento se los llevó como si se tratase de un montón de hojas secas.

La cajita de yesca
La cajita de yesca

Cuando el soldado llegó a la ciudad, ya se había olvidado de la bruja y de su cajita de yesca. Lo único que quería era empezar a gastarse su oro.

De repente, se había convertido en el hombre más rico de la ciudad. Podía comprar de todo: casas, ropas, caballos… Cada día celebraba una fiesta y regalaba oro a todo el que parecía necesitarlo.

Pero había algo que no podía comprar, y ello era la posibilidad de contemplar, siquiera por un instante, a la bella hija del rey. Nadie la había visto desde que una adivina le había leído la palma de la mano y había predicho que un día se casaría con un soldado raso.

 

—¡Un soldado raso! ¡Prefiero que no se case nunca! —exclamó el rey. Y la encerró en palacio.

—¡Un soldado raso! —exclamó la reina— Los soldados son muy sucios y toscos. Y hay que ver cómo derrochan su dinero. ¿Recuerdas a aquel soldado tan rico que llegó a la ciudad con los bolsillos llenos de oro? ¡Pues al cabo de un año no le quedaba ni un penique!

Era cierto. El soldado se había gastado hasta su último penique. Vivía en una buhardilla y no tenía ni para comprarse una vela.

Una noche Fría, trataba de entrar en calor cuando de pronto se acordó de la cajita de yesca de la bruja. Con ella podría producir una chispa y quemar un poco de paja para calentarse las manos. ¡Sí, la cajita todavía estaba en el bolsillo de su uniforme de soldado! Prendió la yesca una vez y en seguida saltaron unas pálidas chispas.

La cajita de yesca
La cajita de yesca

Súbitamente apareció, parpadeando en la penumbra, el perro con ojos grandes como platillos.

—¡Hola, viejo amigo! —exclamó el soldado—. Desprecié tu tesoro de monedas de cobre, pero ahora me conformaría con un solo penique de cobre para comprarme una vela.

El perro, de ojos grandes como platillos, le lamió y salió corriendo. A lo pocos minutos regresó portando el baúl lleno de monedas de cobre.

El soldado prendió de nuevo la yesca y apareció el segundo perro, haciendo girar en sus órbitas sus ojos grandes como platos soperos. También este perro salio inmediatamente en busca del baúl lleno de plata.

Cuando apareció el tercer perro por obra y gracia de la cajita de yesca, era tan enorme que no cabía en la pequeña buhardilla. Permaneció sentado en la calle, mirando a través de la ventana con sus ojos grandes como ruedas de carreta.

—Vosotros me habéis vuelto a hacer rico -dijo el soldado- ¿Podéis también hacerme feliz? Desearía ver a la bella princesa aunque sólo fuera por unos momentos.

El enorme perro desapareció al instante. Cuando regresó, llevaba a la princesa sobre su lomo, profundamente dormida.

La cajita de yesca
La cajita de yesca

—Es todavía más bella de lo que imaginé —dijo el soldado suspirando, y la besó con ternura. Luego, el perro la llevó de regreso a palacio.

A la mañana siguiente, la princesa les dijo al rey y a la reina:

—Anoche tuve un sueño maravilloso. Soñé que un enorme perro me transportaba por toda la ciudad y que más tarde me besó un soldado.

—¡Un soldado! —exclamó el rey.

—¡Un soldado! —exclamó la reina-Espero que, efectivamente, se trate de un sueño.

Pero por si acaso no lo fuera, la reina confeccionó un bolso de seda, lo llenó con harina fina e hizo un agujero en el fondo. Luego, disimuladamente, lo cosió al camisón de la princesa.

Aquella noche, el perro acudió de nuevo a buscar a la princesa. Mientras corría por las calles, no observó que del bolso se escurría un reguero de harina. Y a la mañana siguiente el rey y la reina pudieron seguir el rastro blanco que les condujo directamente al soldado.

—¡Ningún plebeyo puede ver a mi hija y seguir vivo! Mañana por la mañana morirás —dijo el rey. Y mandó que encerraran al soldado en prisión.

Al amanecer, una gran muchedumbre se congregó frente a la prisión para ver cómo ahorcaban al soldado. Cuando el verdugo puso la soga alrededor del cuello del soldado, éste se volvió al rey y le rogó:

—¿Puedo fumar mi pipa antes de morir?

El rey accedió a su ruego y el soldado sacó su cajita de yesca y la prendió una, dos, hasta tres veces.

—¡Salvadme, mis fíeles perros! ¡Salvadme!

Todos retrocedieron asombrados al ver a tres extraños perros acudir corriendo junto al soldado. Uno tenía unos ojos grandes como platillos. Otro tenía unos ojos grandes como platos soperos. El tercero tenía unos ojos grandes como ruedas de carreta. Los tres se abalanzaron sobre el rey y la reina y los lanzaron por los aires.

La cajita de yesca
La cajita de yesca

Volaron tan alto que ya no volvieron descender, y la muchedumbre rogó al soldado que fuera su nuevo rey y que se casara con la princesa.

—La adivina afirmó que la princesa se casaría con un soldado raso, y así será —dijo el soldado.

Luego convidó a todo el mundo a un banquete en el que los perros mágicos eran los invitados de honor. Y cuando los perros vieron el gran festín dispuesto ante ellos ¡sus ojos se hicieron más grandes que nunca!