Juan y las Habichuelas

Erase una vez una pobre viuda que tenía un único hijo llamado Juan. Juan apenas ayudaba a su madre, no ganaba dinero alguno y ambos eran muy pobres. Un día, su única y vieja vaca dejó de dar leche.

Juan y las habichuelas
Juan y las habichuelas

—No hay nada que hacer —dijo la madre de Juan—. Tendremos que venderla.

Así que Juan llevó la vaca al mercado e intentó obtener por ella la mayor cantidad de dinero posible. Pero como el viaje era largo y aburrido, se entretuvo soñando con todo lo que compraría si fuera rico.

Por el camino se encontró a un curioso hombrecillo con una enorme cabeza y un cuerpo diminuto, que le propuso comprarle la vaca.

—Dámela y te prometo que serás rico hasta el fin de tus días —dijo el

hombrecillo, que sostenía una bolsita.

Juan apenas daba crédito a lo que oía. Mas al abrir la bolsita, ¡en lugar de monedas de oro comprobó que sólo contenía cinco arrugadas habichuelas!

 

—Esas habichuelas son mágicas —dijo el enano—. Plántalas y crecerán hasta tocar el cielo.

Y antes de que Juan pudiera decir nada, desapareció junto con la vaca.

Juan regresó a casa corriendo, preguntándose qué pasaría cuando plantara las habichuelas mágicas.

Juan y las habichuelas
Juan y las habichuelas

—Qué rápido has ido —dijo su madre al ver a Juan—. ¿Cuánto te han dado por la vaca?

—He hecho un estupendo negocio —dijo Juan— ¡Mira esto!

Cuando su madre miró dentro de la bolsa, se puso furiosa y exclamó:

—¡Habichuelas! ¡Si no son más que habichuelas! ¡Eres un majadero, un holgazán, un inútil! ¿Es que pretendes que nos muramos de hambre?

Juan intentó decirle que las habichuelas eran mágicas, mas ella se negó a escucharle. Las arrojó por la ventana, dio a Juan una buena azotaina y le envió a la cama sin cenar.

A la mañana siguiente, Juan, muerto de hambre, se despertó muy temprano.

Por lo menos, eso creía él, pues la habitación estaba a oscuras.

Pero al volverse vio junto a la ventana una inmensa planta verde cuyas hojas se metían por entre la persiana. —¡Anda! ¡Pues es verdad, las habichuelas son mágicas! Rápido como el rayo, Juan salió a gatas por la ventana y se encaramó a la planta de habichuelas. Deteniéndose tan sólo para despedirse con la mano de su madre, que se hallaba en el jardín mirándole asombrada, Juan comenzó a escalar la planta gigante.

Trepó y trepó hasta atravesar las nubes.

Juan y las habichuelas
Juan y las habichuelas

De pronto, vio un largo y ancho camino que se extendía frente a sus ojos. Juan anduvo durante horas, y cuando ya pensaba en regresar,

divisó un gran castillo. Cansado y hambriento, llamó a la puerta.

Le abrió una gigantesca mujer, que

se quedó mirándole.

—Por favor, ¿podría darme un poco de comida? —preguntó Juan—. Estoy desfallecido.

—Vete de aquí. Mi marido no tardará y es capaz de devorarte para cenar.

Pero tanto le rogó Juan, que al fin la mujer le dejó entrar y le dio un poco de pan y fruta. Casi se lo había terminado cuando, de repente, oyó por el pasillo unas fuertes pisadas.

—¡Ay, madre mía! —exclamó la esposa del gigante—. Es mi marido. Rápido, escóndete en el horno.

Juan apenas tuvo tiempo de meterse en el horno antes de que la puerta de la cocina se abriera violentamente y entrara un gigante enorme y calvo. Este olfateó el aire y dijo:

Fi, fa, fo, fum.

Huelo la sangre de un inglés.

Esté vivo o muerto,

machacaré sus huesos y me lo comeré.

—No, no, no, querido —dijo su esposa sin perder la calma— Estás equivocado. Anda, siéntate a cenar.

Juan y las habichuelas
Juan y las habichuelas

Cuando el gigante hubo dado buena cuenta de su colosal cena, sacó una caja llena de bolsas y se puso a contar su dinero. Juan, asomándose por la puerta del horno, ¡se quedó sin aliento al ver tanto oro!

Al poco rato, el gigante empezó a dar cabezadas y se quedó dormido. Entonces Juan saltó del horno, se cargó una de las bolsas y salió corriendo del castillo. Recorrió el camino a toda velocidad; luego dejó caer la bolsa al suelo y bajó por la planta de habichuelas hasta llegar a su casa.

Durante meses Juan y su madre vivieron a cuerpo de rey, mas al cabo de ese tiempo sólo les quedaban unas pocas monedas de oro. Un día, cuando entró su madre a despertarle, comprobó que Juan había subido por la planta de habichuelas en busca de más oro.

—¡Conque eres tú! —exclamó la esposa del gigante al abrirle la puerta del castillo—. La última vez que te presentaste aquí mi marido echó en falta una bolsa de oro.

—¿De veras? —contestó Juan—. ¡Qué raro! Quizá pueda ayudarle a encontrarla. Como soy pequeño puedo meterme en los rincones donde ustedes, por ser gigantes, no consiguen meterse.

Y la necia esposa del gigante dejó entrar a Juan nuevamente en el castillo y hasta le dio un poco de pan con chocolate.

Juan todavía simulaba andar buscando la bolsa de oro cuando percibió las pisadas del gigante que llegaba a casa. Se escondió en el horno y el gigante exclamó:

Fi, fa, fo, fum.

Huelo la sangre de un inglés.

Esté vivo o muerto, machacaré sus huesos y me lo comeré.

—No, no, no, querido. Creo que estás en un error. Aquí no hay nadie. Siéntate a cenar.

El gigante sostenía en la mano una gallina pequeña y blanca, que depositó sobre la mesa, y dijo:

—Gallinita, gallinita, pon un huevo de oro para mí —y la gallina puso el huevo más extraño que Juan había visto en su vida. ¡Era de oro macizo! El gigante soltó una carcajada de satisfacción y

se quedó dormido, sosteniendo en la mano el huevo de oro.

Juan y las habichuelas
Juan y las habichuelas

Juan salió del horno sigilosamente, agarró a la gallina por el pescuezo y salió corriendo del castillo. Recorrió el camino a toda velocidad y bajó por la planta de habichuelas.

Con la gallina mágica correteando por el jardín, Juan y su madre se creían por fin ricos y se las prometían muy felices. Pero una mañana, cuando su madre entró a despertar a Juan, ¡vio que éste había desaparecido nuevamente!

Esta vez, cuando Juan llegó a la puerta del castillo después de trepar por la planta de habichuelas, no se atrevió a llamar, sino que se coló dentro aprovechando que la esposa del gigante había ido a recoger la ropa tendida. Y en lugar de esconderse en el horno, lo hizo en la bañera.

Al poco rato oyó las pisadas del gigante, el cual olfateó el aire y exclamó:

Fi, fa, fo, fum.

Huelo la sangre de un inglés.

Esté vivo o muerto,

machacaré sus huesos y me lo comeré.

—No lo creo —dijo su esposa— Pero si es cierto que hueles la presencia de ese ladronzuelo que te ha robado la bolsa de oro y la gallina, seguramente que estará escondido en el horno.

El gigante abrió la puerta del horno, pero Juan no estaba allí.

—No deberías disgustarte así —dijo la esposa del gigante— ¿Por qué no coges tu pequeña arpa? Toca tu dulce música.

El gigante dio un suspiro de satisfacción, su esposa hizo otro tanto, y ambos se quedaron dormidos.

Rápido como el rayo, Juan salió de la bañera, cogió el arpa y se marchó corriendo. Mas, de pronto, el arpa exclamó: “¡Amo! ¡Amo! ¡Que me roban!” El gigante se despertó y gritó:

—¿Qué pasa? ¡Tú, tráeme el arpa!

Juan y las habichuelas
Juan y las habichuelas

Juan bajó corriendo por el camino perseguido a corta distancia por el gigante, que daba unas zancadas inmensas y maldecía al muchacho.

Juan alcanzó la planta de habichuelas tan sólo unos pasos por delante del gigante, se abrazó al tallo y se deslizó por él hasta llegar al suelo. El gigante, furibundo, se lanzó tras él, descendiendo estrepitosamente por entre las ramas y blandiendo su hacha como un loco.

—¡Tráeme mi hacha! —gritó Juan a su madre cuando aterrizó en el suelo.

Con grandes esfuerzos, se puso a partir el tallo de la planta a hachazos mientras el gigante bajaba por ella a toda velocidad. De repente, se oyó

un crujido y la planta de habichuelas comenzó a ladearse y cayó

—¡CATAPLAM!— a través del tejado de la casa.

El gigante se precipitó de bruces en el huerto con un rugido tremebundo ¡y se hizo un gran boquete en el cuello!

Juan y las habichuelas
Juan y las habichuelas

Juan le mostró entonces a su madre el arpa y pidió a ésta que tocara una dulce melodía.

Con la gallina que ponía huevos de oro y el arpa que tocaba tan bella música,

Juan y su madre vivieron dichosos el resto de sus días.