Había una vez, un pueblo que estaba escondido detrás de unas altas montañas. Un día se estaba celebrando una fiesta muy grande, en la que un pequeño niño tocaba un tambor y dijo:
– ¡Esto si es una fiesta! ¡Qué gran diversión!
Y fue de un momento a otro cuando, a pesar de la algarabía por la alegria y las canciones, cuando se empezó a escuchar el sonido de una campana. Los habitantes extrañados de la situación comenzaron a preguntarse:
– ¿Alguien sabe dónde está la campana? – y al mismo tiempo miraban los alrededores para ver si la podían hallar.
Ante el fracaso de todos, el rey se dirigió al pueblo y ofreció una gran recompensa al que la encontrase. Muchos niños salieron velozmente por todo el bosque con el objetivo de encontrar la campana. Uno de los pequeños se encontró con un conejito que estaba dorándose al sol, y le preguntó:
– ¿Has visto tú, querido conejito, la campana misteriosa?
– Jamás la he visto, ni siquiera he escuchado de tal campana –respondió muy tranquilo el conejito.
Ante tal respuesta los niños siguieron buscando por todo el bosque, y se adentraron aún más en el bosque. Después de un rato se encontraron con un burrito que en ese momento estaba comiendo hierba. Los niños ansiosos por ver si encontraban la campana le preguntaron:
– ¿Acaso sabrás tú dónde podemos hallar la campana?
El burrito un poco desconcertado les respondió:
– ¿Campana? En este bosque nunca van a encontrar a esa dichosa campana.
Muy desalentados por las respuestas, los niños regresaron a sus casa, todos excepto uno, el hijo del rey, el cual siguió con energía y optimismo en busca de la campana invisible.
Un rato más tarde vio a un búho que estaba encima de la rama de un árbol y le preguntó:
– Seños búho, ¿sabe usted dónde puedo hallar la campana?
– Yo nunca he escuchado esa campana de la que hablas – respondió el búho al pequeño niño.
Después de haber caminado unos metros, junto frente a él, apareció un niño vestido de blanco. Raúl, que era el nombre del hijo del rey, le dijo al niño vestido de blanco:
-¿También has venido en busca de la misteriosa campana?
-No, para nada – respondió el niño – ¿Y por qué la buscas tú, al final eres el hijo del rey, así que no necesitas la recompensa?
-Es verdad, pero yo la buscaba para que todo el pueblo la viese. Si la encuentro me la llevaría a palacio y así todos los habitantes podrían ver como luce y escuchar cómo suena –dijo el hijo del rey muy sabiamente.
Al escuchar las palabras de Raúl, el niño vestido de blanco se quedó muy sorprendido por la inteligencia y amabilidad que salía en cada una de esas palabras y le dijo:
– Estás muy preocupado por tu pueblo, y admiro mucho eso. ¡Mira, aquí tienes la campana! Solo tú has podido hallarla y ha sido tu generosidad y amor los que te lo han permitido.
– Tienes razón, a mi me complace ver que todos sean felices –respondió con mucha amabilidad Raúl- el día que gobierne mi pueblo velaré por el bienestar de todos para lograr que me quieran mucho.
Cuando terminó de hablar el joven príncipe le pregunto al niño vestido de blanco, que en realidad era su ángel de la guarda, que si podía llevarse la campana al palacio. Ante tal petición él le respondió:
– Lo siento pero no, ya no la volverás a ver de nuevo en la vida a menos que faltes a tu promesa de ser un buen rey. Si alguna vez esto ocurre escucharás nuevamente los campanazos.
Esa noche el niño se quedó a dormir en el bosque y mientras dormía el buen ángel veló por su sueño. En la mañana siguiente el ángel ayudó al pequeño príncipe a llegar al palacio y cuando lo embarcó en la barca para cruzar el río le dijo:
– Siempre te voy acompañar donde quieras que vayas. No lo olvides jamás.
Al llegar a palacio, el rey le preguntó a su hijo:
– ¿Dónde has estado?
– En busca de la campana, y la he encontrado pero no pude cogerla porque estaba muy alta, llegaba casi a las estrellas – le dijo el joven príncipe a su padre.
Años más tardes, Raúl fue nombrado rey y jamás olvidó la promesa que le había hecho a su ángel el cual cada vez que veía que él iba a tomar una mala decisión tocaba la campana. Cada vez que esto sucedía el rey Raúl se arrepentía de lo que pensaba hacer.