Aurora y Aimée

Corrían otros tiempos. No era fácil en aquellos momentos sacar hijos adelante. Una señora bregaba para hacer lo propio con sus dos niñas, ambas bellas y hermosas. No era fácil en aquellos momentos sacar hijos adelante. Una señora bregaba para hacer lo propio con sus dos niñas, ambas bellas y hermosas. La mayor, Aurora, era adorable y de buen carácter; todo lo contrario que su hermana, Aimée, la menor, quien era de carácter mezquino con ya tan sólo doce años. Aurora por aquel entonces contaba dieciséis, y tiempos complejos se avecinaban, pues su madre estaba empezando a perder el aspecto y los rasgos bonitos que la caracterizaban. No se sentía joven y un sentimiento de pesadumbre la invadía.
Para luchar frente a esto, decidió mudarse a otra ciudad, donde no fuese reconocida, y envió a Aurora al campo, a una región bien lejana. El objetivo de la madre era ocultar a su primogénita, pues por culpa de ella los lugareños podrían averiguar que, teniendo una hija tan mayor, ella sería más mayor de lo que parecía. La mujer se llevó consigo a Aimée, engañando a los demás, pues aseguraba que la pequeña tenía solamente diez años y que había dado a luz a ella cuando era una jovencita de quince. Toda artimaña con tal de ocultar su verdadera edad.
aurora-y-aimeeLa despreocupación de la madre se vio parcialmente compensada con la intención de proteger verdaderamente a su primogénita, y para ello envió a un guardián con ella en su camino. Pero tal fue la irresponsabilidad del encargado, que en un gran bosque decidió evadirse de su cometido y abandonó a Aurora a su suerte. Al despertarse y encontrarse sola, Aurora rompió en llanto. Cuando las fuerzas se lo permitieron, escapó de aquel lúgubre lugar, en busca de una salida. Los recovecos la extraviaron todavía más y, de esta manera, Aurora encontró una pequeña casita en medio de un claro entre los árboles. Tocó a la puerta y… una agradable pastorcilla le abrió y preguntó quién era y qué la había llevado hasta aquel sitio tan recóndito.
Aurora clamó por que le dejara dormir en la cabaña, pues nunca había vivido fuera de su hogar y en el bosque no duraría frente a las bestias que allí moraban, como los lobos. La pastora accedió pero, como era lógico por otra parte, le pidió que le contase toda su historia. Aurora lo hizo, y se lamentó de la crueldad de su madre, al tiempo que culpó a Dios de su fatídico destino. Esto último no sentó nada bien a la pastora, quien le dijo que no blasfemase, pues los planes de Dios siempre son bondadosos, y que su infortunio sería su bien tarde o temprano, pues Él protegía a los que lo merecían. La reprimenda no cambió para nada las intenciones de la pastora, pues acogió gustosamente a Aurora como si fuese su propia hija.
Sin embargo, Aurora debía ocuparse en algo, y la pastora le ofreció su rebaño. La joven alegó que jamás había trabajado, pues procedía de buena familia y no había sido necesario. La pastora, entonces, le ofreció libros para pasar el reto, a lo que Aurora también dijo que no disfrutaba de la lectura, aunque finalmente confesó que no había aprendido a leer apropiadamente de pequeña. Su vida había consistido, pues, en pasear con sus amigas, almorzar, peinarse y verse con gente en ambientes sociales como el teatro o el baile. La pastora reconoció que con tanta ocupación no era como para aburrirse, algo de lo que Aurora discrepó, pues sí era hastío lo que muchas veces sentía. Seguramente se debía a las pocas responsabilidades que en su vida había tenido.
La pastora le enseñaría a Aurora cómo disfrutar de su vida sin aburrirse, algo que la joven aceptó de buena gana. Sus días se basarían en rezar, trabajar, leer y pasear; una cotidianeidad sencilla pero plena. Aurora encontró su nueva existencia, al menos aparentemente, muy grata y nada monótona.
Y así vivió Aurora, día tras otro, hasta que uno, en apariencia nada diferente del resto, un príncipe llegó cazando. Ingénu, que así se hacía llamar, era bondadoso, todo lo contrario que su hermano Fourbin, quien reinaba y quien poseía una gran maldad. De inmediato Ingénu quedó prendado de Aurora, y las flechas del amor hicieron su efecto al momento. Aurora cortésmente lo recibió y lo dirigió ante la pastora.
Ingénu se declaró, y rogó que le dijese si estando a su lado sería infeliz o dichosa. Aurora se sinceró diciendo que una dama no podría ser otra cosa que feliz al lado de un marido pleno de virtudes, las cuales alabó. La pastora consintió, a sabiendas que sería un buen esposo para Aurora. Una vez consolidad el compromiso, el príncipe partió, con la promesa de retornar en tres días.
Durante ese tiempo, Aurora cayó sobre un matorral mientras reunía al ganado, una planta dura y espinosa, y sufría tales magulladuras que su rostro quedó desfigurado. Llenándose de valentía, y pese a lamentar lo sucedido, Aurora estaba convencida de que si Ingénu ya no la quería al volver, era porque nunca la había amado ni estaba destinado a hacerla feliz. Igual lo confirmó la pastora, quien desde otra visión completamente diferente alegó que Dios siempre hace las cosas por el bien.
Mientras tanto, Ingénu le contó a su hermano acerca de su prometida. El rey, enfurecido, no consentía que su hermano se casase sin su permiso, y lo amenazó con casarse él mismo con Aurora como venganza, si ella era bella. Por esa misma razón, ambos hermanos acudieron juntos a la casa de la pastora, perdida en medio del bosque. Nada más ver la cara arañada de Aurora, Fourbin se retractó de su deseo de casamiento, e instó a su hermano a hacerlo. El castigo fue el no permitir que los recién casados fuesen a la corte del monarca. Ingénu, lleno de buenas intenciones siempre, seguía ansioso por casarse con Aurora, pues el amor era amor pese a todo. Tras la marcha de Fourbin, la pastora curó las heridas de la joven con una pócima especial.
De vuelta a la corte, Fourbin ordenó a sus sirvientes que le llevasen retratos de mujeres hermosas del reino, pues ahora estaba ávido por contraer matrimonio con alguien. La casualidad, el destino, o como quieran llamarlo, hizo que Fourbin se embelesase con la imagen de Aimée, la hermana de Aurora.
Pasó un año entero, y Aurora entretanto tuvo un niño: Beaujour. A pesar de los cuidados y atenciones que sobre él su madre tenía, un día desapareció, algo que apesadumbró profundamente a Aurora e Ingénu. La pastora, fiel a su filosofía, les tranquilizó que seguro que el desvanecimiento de Beaujour tenía un sentido para Dios. Y así fue, pues a veces no hay mal que por bien no venga, y esta ocasión fue una de esas. Los soldados de Fourbin llegaron a la casita del bosque bajo la ordenanza de acabar con la vida del sobrino del rey. Al no poder encontrarlo, se cobraron el castigo por su cuenta, y pusieron en un barco a Ingénu, Aurora y la pastora. Juntos, navegaron hacia un reino que se encontraba dividido por la guerra y la contienda.
Ingénu se puso enseguida al servicio de su nuevo rey, e hizo uso de su valía y destreza en el combate para acabar con el Comandante de los enemigos del reino. Muerto el mandamás, sus tropas huyeron despavoridas. El monarca se mostró tan agradecido que adoptó a Ingénu como hijo propio, en vistas de que no tenía vástagos.
Y pasó el tiempo, hasta cuatro años, y Fourbin murió de desdicha y locura, pues tal era la crueldad de su esposa Aimée, que ni él mismo pudo soportarla. Los habitantes del reino expulsaron a Aimée de sus tierras, y enseguida fueron en busca de Ingénu para proclamarlo su nuevo rey. Tras la visita de los embajadores a Ingénu ofreciéndole el trono, éste, su esposa Aurora y la pastora se embarcaron de vuelta a casa. Pero no todo podía salir según lo previsto, y el infortunio los abordó de manera tal que naufragaron. Aurora, esta vez sí, creyó por sí misma que todo aquello sucedía por su bien, pues así Dios lo había previsto. En la playa de la nueva tierra plantaron un mástil con un telar blanco, por si alguien de paso los rescataba, Dios así lo quisiera.
Tuvieron suerte esta vez, pues en la tierra donde naufragaron Aurora halló a su hijo desaparecido, Beaujour, en brazos de una misteriosa señora. Ésta les contó que tiempo atrás su marido era pirata, y había raptado al niño. Pero ellos mismos también habían naufragado y tanto ella como el pequeño habían logrado salvar la vida.
El destino les había deparado miel y sonrisas, pues Aurora así ya era feliz pese a estar todos perdidos en tierra desconocida. Pero es que no acabaría así la historia, pues Aurora, Beaujour e Ingénu fueron rescatados por los embajadores, quienes navegaron por encontrarse con su futuro rey.
En su tierra de siempre, en adelante Ingénu reinó, con dicha para su gente y felicidad para su familia. Y Aurora jamás volvería a quejarse de sus desgracias, pues había aprendido por experiencia que éstas bien pueden suponer el germen de nuestra felicidad.
ayor, Aurora, era adorable y de buen carácter; todo lo contrario que su hermana, Aimée, la menor, quien era de carácter mezquino con ya tan sólo doce años. Aurora por aquel entonces contaba dieciséis, y tiempos complejos se avecinaban, pues su madre estaba empezando a perder el aspecto y los rasgos bonitos que la caracterizaban. No se sentía joven y un sentimiento de pesadumbre la invadía.
Para luchar frente a esto, decidió mudarse a otra ciudad, donde no fuese reconocida, y envió a Aurora al campo, a una región bien lejana. El objetivo de la madre era ocultar a su primogénita, pues por culpa de ella los lugareños podrían averiguar que, teniendo una hija tan mayor, ella sería más mayor de lo que parecía. La mujer se llevó consigo a Aimée, engañando a los demás, pues aseguraba que la pequeña tenía solamente diez años y que había dado a luz a ella cuando era una jovencita de quince. Toda artimaña con tal de ocultar su verdadera edad.
La despreocupación de la madre se vio parcialmente compensada con la intención de proteger verdaderamente a su primogénita, y para ello envió a un guardián con ella en su camino. Pero tal fue la irresponsabilidad del encargado, que en un gran bosque decidió evadirse de su cometido y abandonó a Aurora a su suerte. Al despertarse y encontrarse sola, Aurora rompió en llanto. Cuando las fuerzas se lo permitieron, escapó de aquel lúgubre lugar, en busca de una salida. Los recovecos la extraviaron todavía más y, de esta manera, Aurora encontró una pequeña casita en medio de un claro entre los árboles. Tocó a la puerta y… una agradable pastorcilla le abrió y preguntó quién era y qué la había llevado hasta aquel sitio tan recóndito.
Aurora clamó por que le dejara dormir en la cabaña, pues nunca había vivido fuera de su hogar y en el bosque no duraría frente a las bestias que allí moraban, como los lobos. La pastora accedió pero, como era lógico por otra parte, le pidió que le contase toda su historia. Aurora lo hizo, y se lamentó de la crueldad de su madre, al tiempo que culpó a Dios de su fatídico destino. Esto último no sentó nada bien a la pastora, quien le dijo que no blasfemase, pues los planes de Dios siempre son bondadosos, y que su infortunio sería su bien tarde o temprano, pues Él protegía a los que lo merecían. La reprimenda no cambió para nada las intenciones de la pastora, pues acogió gustosamente a Aurora como si fuese su propia hija.
Sin embargo, Aurora debía ocuparse en algo, y la pastora le ofreció su rebaño. La joven alegó que jamás había trabajado, pues procedía de buena familia y no había sido necesario. La pastora, entonces, le ofreció libros para pasar el reto, a lo que Aurora también dijo que no disfrutaba de la lectura, aunque finalmente confesó que no había aprendido a leer apropiadamente de pequeña. Su vida había consistido, pues, en pasear con sus amigas, almorzar, peinarse y verse con gente en ambientes sociales como el teatro o el baile. La pastora reconoció que con tanta ocupación no era como para aburrirse, algo de lo que Aurora discrepó, pues sí era hastío lo que muchas veces sentía. Seguramente se debía a las pocas responsabilidades que en su vida había tenido.
La pastora le enseñaría a Aurora cómo disfrutar de su vida sin aburrirse, algo que la joven aceptó de buena gana. Sus días se basarían en rezar, trabajar, leer y pasear; una cotidianeidad sencilla pero plena. Aurora encontró su nueva existencia, al menos aparentemente, muy grata y nada monótona.
Y así vivió Aurora, día tras otro, hasta que uno, en apariencia nada diferente del resto, un príncipe llegó cazando. Ingénu, que así se hacía llamar, era bondadoso, todo lo contrario que su hermano Fourbin, quien reinaba y quien poseía una gran maldad. De inmediato Ingénu quedó prendado de Aurora, y las flechas del amor hicieron su efecto al momento. Aurora cortésmente lo recibió y lo dirigió ante la pastora.
Ingénu se declaró, y rogó que le dijese si estando a su lado sería infeliz o dichosa. Aurora se sinceró diciendo que una dama no podría ser otra cosa que feliz al lado de un marido pleno de virtudes, las cuales alabó. La pastora consintió, a sabiendas que sería un buen esposo para Aurora. Una vez consolidad el compromiso, el príncipe partió, con la promesa de retornar en tres días.
Durante ese tiempo, Aurora cayó sobre un matorral mientras reunía al ganado, una planta dura y espinosa, y sufría tales magulladuras que su rostro quedó desfigurado. Llenándose de valentía, y pese a lamentar lo sucedido, Aurora estaba convencida de que si Ingénu ya no la quería al volver, era porque nunca la había amado ni estaba destinado a hacerla feliz. Igual lo confirmó la pastora, quien desde otra visión completamente diferente alegó que Dios siempre hace las cosas por el bien.
Mientras tanto, Ingénu le contó a su hermano acerca de su prometida. El rey, enfurecido, no consentía que su hermano se casase sin su permiso, y lo amenazó con casarse él mismo con Aurora como venganza, si ella era bella. Por esa misma razón, ambos hermanos acudieron juntos a la casa de la pastora, perdida en medio del bosque. Nada más ver la cara arañada de Aurora, Fourbin se retractó de su deseo de casamiento, e instó a su hermano a hacerlo. El castigo fue el no permitir que los recién casados fuesen a la corte del monarca. Ingénu, lleno de buenas intenciones siempre, seguía ansioso por casarse con Aurora, pues el amor era amor pese a todo. Tras la marcha de Fourbin, la pastora curó las heridas de la joven con una pócima especial.
De vuelta a la corte, Fourbin ordenó a sus sirvientes que le llevasen retratos de mujeres hermosas del reino, pues ahora estaba ávido por contraer matrimonio con alguien. La casualidad, el destino, o como quieran llamarlo, hizo que Fourbin se embelesase con la imagen de Aimée, la hermana de Aurora.
Pasó un año entero, y Aurora entretanto tuvo un niño: Beaujour. A pesar de los cuidados y atenciones que sobre él su madre tenía, un día desapareció, algo que apesadumbró profundamente a Aurora e Ingénu. La pastora, fiel a su filosofía, les tranquilizó que seguro que el desvanecimiento de Beaujour tenía un sentido para Dios. Y así fue, pues a veces no hay mal que por bien no venga, y esta ocasión fue una de esas. Los soldados de Fourbin llegaron a la casita del bosque bajo la ordenanza de acabar con la vida del sobrino del rey. Al no poder encontrarlo, se cobraron el castigo por su cuenta, y pusieron en un barco a Ingénu, Aurora y la pastora. Juntos, navegaron hacia un reino que se encontraba dividido por la guerra y la contienda.
Ingénu se puso enseguida al servicio de su nuevo rey, e hizo uso de su valía y destreza en el combate para acabar con el Comandante de los enemigos del reino. Muerto el mandamás, sus tropas huyeron despavoridas. El monarca se mostró tan agradecido que adoptó a Ingénu como hijo propio, en vistas de que no tenía vástagos.
Y pasó el tiempo, hasta cuatro años, y Fourbin murió de desdicha y locura, pues tal era la crueldad de su esposa Aimée, que ni él mismo pudo soportarla. Los habitantes del reino expulsaron a Aimée de sus tierras, y enseguida fueron en busca de Ingénu para proclamarlo su nuevo rey. Tras la visita de los embajadores a Ingénu ofreciéndole el trono, éste, su esposa Aurora y la pastora se embarcaron de vuelta a casa. Pero no todo podía salir según lo previsto, y el infortunio los abordó de manera tal que naufragaron. Aurora, esta vez sí, creyó por sí misma que todo aquello sucedía por su bien, pues así Dios lo había previsto. En la playa de la nueva tierra plantaron un mástil con un telar blanco, por si alguien de paso los rescataba, Dios así lo quisiera.
Tuvieron suerte esta vez, pues en la tierra donde naufragaron Aurora halló a su hijo desaparecido, Beaujour, en brazos de una misteriosa señora. Ésta les contó que tiempo atrás su marido era pirata, y había raptado al niño. Pero ellos mismos también habían naufragado y tanto ella como el pequeño habían logrado salvar la vida.
El destino les había deparado miel y sonrisas, pues Aurora así ya era feliz pese a estar todos perdidos en tierra desconocida. Pero es que no acabaría así la historia, pues Aurora, Beaujour e Ingénu fueron rescatados por los embajadores, quienes navegaron por encontrarse con su futuro rey.
En su tierra de siempre, en adelante Ingénu reinó, con dicha para su gente y felicidad para su familia. Y Aurora jamás volvería a quejarse de sus desgracias, pues había aprendido por experiencia que éstas bien pueden suponer el germen de nuestra felicidad.